El P. Kentenich y la meditación de la vida (P. Humberto Anwandter)

Tenemos el desafío de encarnar una santidad orgánica: tratar de hacer vida, a la luz del 31 de Mayo, nuestro organismo de vinculaciones; queremos encamar una santidad orgánica, lo que nuestro Padre llamaba la santidad de la vida diaria.

Es un desafío porque las circunstancias en que vivimos, habitual y cotidianamente en nuestra vida diaria, no nos facilitan, ni impulsan, ni ayudan a anudar vínculos y a relacionar cada uno de esos vínculos con Dios y en Dios. La cultura actual tiende a descentrarnos y a despersonalizarnos: no solamente a agotamos y a tensionarnos exteriormente, sino a dispersarnos interiormente.

Por eso, en esta oportunidad, queremos mostrar caminos. Queremos en este día reflexionar y tratar de practicar uno de esos caminos, no el único ni exclusivo, pero aquel camino que para el P. Kentenich es fundamental. Se trata de la meditación, de la oración meditativa, como un medio para encontrarnos con el Dios de la vida y en la vida. Queremos hacerlo teniendo presente un método que el Padre especialmente nos dejó: el método de meditación schoenstattiano, kentenichiano.

Meditar: descubrir el Dios de la vida

El enfoque de nuestro Padre fundador es meditar dónde nos encontramos con Dios y cómo nos encontramos con Dios. La convicción fundamental que lo conduce y que lo inspira es una visión bíblica, teológica, que nos muestra a Dios no solamente como un Dios que está presente en todas partes, porque es el Creador, sino como el Dios que está presente en la historia, en lo que ocurre, en los acontecimientos, en la historia de la salvación. Dios está actuando, Dios se hace presente a través de las conducciones y permisiones de todo lo que ocurre. Por eso, para el Padre Fundador no sólo existe el Dios del cielo, el Dios del corazón, el Dios de los sacramentos, de los altares, sino que él se centra especialmente en el Dios de la vida y de la historia. Ese Dios que nos conduce al otro Dios y que nos quiere invitar a encontramos con ese único Dios que está en el cielo, que está en nuestro corazón, que está en los sacramentos, pero que también está en el acontecer cotidiano.

Esta realidad en la experiencia cristiana, este descubrir, percibir la presencia, la acción de Dios en nuestra vida, no se realiza sin una cierta reflexión, sin un cierto detenerse para contemplar en la fe: sin una cierta reflexión o meditación creyente. La acción de Dios en la propia vida se hace presente en la medida en que nos detenemos a reflexionar, a encontrarnos, a confrontarnos con nuestra vida.

Cuando el agua está moviéndose, cuando el agua está inquieta, no percibimos bien lo que ocurre en la superficie y menos en la profundidad. Cuando el agua está quieta, se perciben los movimientos sobre la superficie y el agua se hace transparente: y si el agua está clara, se puede ver el fondo. Así también ocurre en nosotros. Tenemos que detenemos, tranquilizamos para poder ver, percibir, damos cuenta de la presencia, del paso de Dios en nuestra vida.

Para nuestro Padre Fundador, la fe práctica en la Providencia, la convicción del actuar de Dios en la historia personal y general, está inseparablemente unida a la reflexión meditativa, a la oración meditativa, a la meditación. No descubro, no percibo ese actuar de Dios si no me detengo a contemplar. Por eso. fe práctica en la Providencia y oración meditativa son dos caras de una misma medalla y se condicionan mutuamente.

La meditación no es, en primer lugar, una determinada acción o un ejercicio práctico exterior. Es una actitud interior, es un tratar de encontrarse con el Dios de la vida en la propia vida, para que ese Dios de la vida se convierta en el Dios de mi vida.

Para esto, el P. Kentenich propone un cierto método que tiene vigencia y fecundidad en la medida en que está inspirado en la actitud de la fe práctica. Esto no significa que él excluya otros métodos que nos ayudan a recuperar la tranquilidad interior. Hay muchas formas, ejercicios o prácticas que. en medio del ajetreo, en medio de las presiones de la vida diaria, nos ayudan a tranquilizarnos, a serenamos, a guardar la paz, la tranquilidad, la calma. Así por ejemplo, el training de las meditaciones trascendentales, los ejercicios de yoga; éstos, si bien tienen subyacente una determinada antropología y visión religiosa no siempre compatible con el cristianismo, tienen un efecto de apaciguamiento, de tranquilidad, de serenidad que a muchas personas, en el vértigo del actuar de hoy, les ayuda a serenarse, pero no les dice nada más allá, una vez adquirida la serenidad. La serenidad es un requisito para algo, la serenidad por sí misma no basta.

El P. Kentenich, en este método, no excluye sino que valoriza otras formas de meditación de la tradición eclesial. En primer lugar, la meditación ignaciana, la meditación litúrgica de la lectio divina, la meditación estilo carmelitana. Hay muchas escuelas y formas de meditación y cada una tiene un valor y un acento determinado.

El P. Kentenich propone un método, una forma de meditación que no quiere ser exclusiva ni excluyente, sino que quiere ser especialmente una ayuda para vivir la fe en la Providencia, para que esa fe se haga práctica y la practiquemos. Su punto de partida es el Dios de la vida; el supuesto es que Dios actúa en la vida, que se manifiesta en nuestra vida.

Para iniciar, quiero tomar un texto de nuestro Padre Fundador donde él expresa por qué es tan importante este encontrarse con Dios en las circunstancias.

Existen no pocos cristianos que aceptan fielmente todos los dogmas definidos. Creen en la presencia del Señor en la Eucaristía, en el mis¬terio de la Trinidad, de la encarnación y en muchos, muchos otros más. Repiten también, sin dificultad especial, lo que han aprendido acerca del contenido e importancia de la doctrina sobre la divina Providencia. Saben además narrar muchas cosas hermosas y gozosas de la intervención de Dios en el cristianismo de la Iglesia primitiva, en la Edad Media o en la vida de algunos santos.

El problema, la oscuridad, la crisis, se inicia aquí cuando yo mismo soy tocado por las incomprensiones de la historia actual y esto se convierte en tema u objeto de discusiones. No es el Dios de la Sagrada Escritura ni el de los libros religiosos; no es el Dios de los altares, no es el Dios lejano en las alturas celestiales o en la cercanía del santuario del corazón el que aparece cuestionado en primer lugar. Su problema, el problema propiamente tal es el Dios de la vida, el Dios de la vida actual. Es el Señor que, en la tormenta del tiempo actual, parece dormir tranquilamente y no se deja perturbar en su sueño por las llamadas impetuosamente urgidas y angustiadas que se le dirigen.

Por eso, El P. Kentenich dice que es especialmente importante ejercer esta práctica en nuestro tiempo, en que las incomprensiones, los imprevistos, los sin-sentidos, humanamente vistos, se multiplican y las incertidumbres son cada vez más crecientes.


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